La larga historia de una nueva especie de pulga de mar (primera parte)
Hace 16 años, en el muelle de Carelmapu (región de Los Lagos), durante la ventosa mañana del 19 de diciembre de 2004, como es costumbre, los pescadores desembarcaban los productos del mar que habían podido recoger durante la última jornada de pesca. La gente se agolpaba alrededor de las bandejas, rebosantes de mariscos recién desembarcados, para seleccionar las mejores piezas. Las enormes lapas, almejas, jaibas y piures, aún vivos, trataban de ocultarse de los rayos del sol y de la vista de los humanos que los inspeccionaban.
En un rincón del improvisado puesto de ventas, una jaiba peluda (Romaleon setosum) desdeñada por alguien que la juzgó demasiado pequeña, llamó mi atención, no por su valor culinario, sino por la extraña cubierta en su caparazón. Parecía como si muchas pequeñas algas pardas hubiesen logrado asentarse y crecer sobre él, algo bastante conveniente para las algas, que de esa forma tuvieron locomoción gratis, y también para la jaiba, que podría ocultarse mejor de los depredadores, al confundirse con una roca colonizada de vida (figura 1). Era un interesante ejemplo de colaboración simbiótica entre dos especies muy diferentes, pero había algo más por descubrir.
Al observar más de cerca el caparazón peludo de la jaiba, pude percibir pequeños movimientos espasmódicos en algunas de las algas, como si algo estuviese oculto entre ellas. Inmediatamente llevé la jaiba hacia un costado para examinarla mejor. Entre la mezcla de pelos y algas que cubrían el caparazón, parecían haber pequeños animalillos aferrados, cuyo tamaño apenas alcanzaba a unos pocos milímetros. Con la ayuda de una pinza de punta fina, recogí algunos y los deposité en un frasco de vidrio, para observarlos más de cerca a la luz de la mañana: tal como lo sospechaba, eran pequeños anfípodos de cuerpo vistosamente manchado de oscuro. Las pequeñas pulguitas de mar, estaban ocultas en la maraña y si no fuera por sus movimientos, habrían pasado desapercibidas.
Esa mañana, dedique varios minutos a recoger todos los ejemplares que pude detectar sobre la jaiba peluda, para conservarlos en un pequeño frasco con alcohol al 70%, acompañados de una etiqueta manuscrita en papel, que decía "Muelle Carelmapu, Región de Los Lagos, 41°44'51.51''S 73°42'18.28''W, 19-XII-2004, Col. J. Pérez-Schultheiss, sobre Jaiba peluda".
Bastaba un pequeño vistazo para saber que los minúsculos animalitos eran ejemplares de crustáceos del orden Amphipoda, pero en ese momento, para mí era imposible llegar a determinar la especie, pues a medio camino del pregrado, tenía la curiosidad pero no la experiencia necesaria. Todavía necesitaba muchos años de estudio y práctica para poder identificar anfípodos con seguridad. Pero entonces, ¿para que sacrificar y guardar estos pequeños ejemplares si no tenía la preparación suficiente para su estudio? Pues a pesar de todo, conservarlos fue una buena decisión, porque aunque años más tarde parecieron perderse en un estante olvidado, cubiertos de polvo, fueron guardados correctamente para la posteridad, sumergidos en alcohol dentro de un frasco sellado y acompañados de una etiqueta que registraba muy bien el acontecimiento de su recolección, tal como lo acabo de describir.
Así permanecieron las pulguitas de mar comensales de la jaiba, escondidas, mientras yo pacientemente reunía información y practicaba la motricidad fina necesaria para la disección de pequeños apéndices de crustáceos microscópicos. Sería un proceso lento, sin apuros, pero indispensable para lograr la experiencia y conocimiento necesarios. De esa forma, de cuando en cuando podía averiguar nuevas cosas sobre ellos, con lo que fui conociéndolos mejor; de simples anfípodos, de pronto para mí pasaron a llamarse Corophiideos, cuando logré determinar el suborden al que pertenecían (1). Poco después, los comencé a llamar Ischyroceridos, al conocer a su familia, que más tarde debió mudarse al suborden Senticaudata (2). Cada vez eran más familiares para mí, y eran más las especies similares que pasaban a reunirse con ellos, en una colección que crecía al igual que aumentaban mis conocimientos sobre los crustáceos del orden Amphipoda. Íbamos avanzando lentamente, pero a diferencia de otros anfípodos de la colección, ellos continuaban sin un nombre, todavía desconocíamos como se llamaban en realidad y seguían sumidos en un total anonimato para el mundo de los humanos.
Estando ya en el museo, cuando los pequeños anfípodos habían cumplido 14 años conservados en alcohol y ya formaban parte de una verdadera colección científica, recibí un mensaje de mi colega Luis Miguel Pardo, de la Universidad Austral de Chile. Luis había encontrado anfípodos sobre otra especie de jaiba llamada Metacarcinus edwardsii, y los había determinado como Ischyrocerus, pero con ciertas dudas, pues no coincidían exactamente con la descripción de dicho género. Al ver las excelentes fotografías que Luis había adjuntado al mensaje, inmediatamente recordé a los ejemplares que tanto tiempo atrás había recogido en Carelmapu: en ese instante entendí que había llegado el momento de dar un nombre a estos anfípodos anónimos.
Casi a la carrera, recorrí la distancia que separa mi oficina en el área de Invertebrados, del depósito donde se conserva la colección de anfípodos del Museo Nacional de Historia Natural. Sabía exactamente donde se habían guardado los ejemplares unos tres años antes, cuando los traje al museo, al asumir el cargo de curador de crustáceos. Ahí estaban las pulguitas de mar comensales de Carelmapu, esperando pacientemente a que llegara su momento.
Y ese momento llegó, de la mano de los nuevos ejemplares de su anónima especie, que ahora tenía ante mí mediante las fotografías que Luís había tomado con un microscopio electrónico de barrido. Sobre mi escritorio, ahora se reunían las láminas de las pulguitas de mar de Quellón (véase aquí) y los viejos ejemplares de Carelmapu, listos para iniciar el minucioso proceso que les permitiría al fin transformarse en una nueva especie ante los ojos de la humanidad.
Una nueva etapa en esta historia estaba por comenzar (Continuará)
Referencias
(1) Myers A.A. & Lowry J.K. (2003). A phylogeny and a new classification of the Corophiidea Leach, 1814 (Amphipoda). Journal of Crustacean Biology, 23: 443-485.
(2) Lowry, J. K. & Myers, A. A. (2013). A Phylogeny and classification of the Senticaudata subord. nov. (Crustacea: Amphipoda). Zootaxa. 3610(1): 1-80.